EXPERIMENTAR EL
RENACIMIENTO
No soy ningún experto en la teoría de la reencarnación y no
tengo una opinión firme sobre su validez. Pero, a lo largo de las décadas en
las que he estudiado el Curso, a
veces he tenido una sensación clara de que la evolución de mis procesos de
pensamiento y sentimiento se aceleraba de forma misteriosa. Cuando esto ocurre,
también tengo la sensación de que una parte estancada o “muerta” de mí
rejuvenece, y estoy dispuesto a aprender de una manera que antes estaba
cerrada. Así, he experimentado un renacimiento dentro de mi propia psique. Para
mí, esto es lo que realmente significa “volver a nacer” y tiene muy poco o nada
que ver con la aceptación de una creencia religiosa.
Como ya he explicado, empecé a estudiar el Curso durante un
periodo de intensa crisis personal, poco después de caer profundamente enfermo
y de que me diagnosticaran el síndrome de fatiga crónica. Los siete años de
sufrimiento y recuperación que siguieron produjeron tantos cambios en mi vida
que me resulta difícil recordar cómo veía el mundo antes, pero sí recuerdo con
claridad una actitud.
Hacia los treinta años decidí que mi desarrollo como ser
humano adulto se había completado. No me sentía satisfecho con quien era ni con
lo que había conseguido, pero estaba razonablemente seguro de que mis creencias
y actitudes fundamentales estaban establecidas de por vida. Y, en general,
dichas creencias y actitudes no me hacían muy feliz. Ahora, mirando atrás,
diría que la identidad del ego que cristalicé al llegar a los treinta estaba
caracterizada por una pérdida de la inocencia que había vivido con intensidad
en la infancia. El estado de la inocencia infantil, que definiría como una
conciencia no dividida por el temor, fue descrito poéticamente por Wordsworth
en “Oda: intimaciones de inmortalidad”.
Hubo un tiempo en el que prado, arboleda y arroyo,
la tierra y todo paisaje común,
se me aparecían
vestidos de luz celestial
con la gloria y la frescura de un sueño.
Mis primeros recuerdos son de un mundo así, en el que corría
tan rápido por el tupido bosque que no miraba por dónde iba, confiando en que
no podía hacerme daño ni perderme en aquel entorno natural que solía resultarme
más cómodo que la compañía humana. Mi experiencia de los espacios abiertos era
instintivamente chamánica. Veía todas las cosas, las piedras y las serpientes
como seres dotados con un mismo tipo de inteligencia espiritual, que no se
expresaba con palabras, e iguales a mí. Poco a poco, fui sintiendo vergüenza de
hablar con los árboles y los animales, una vergüenza que sin duda aumentaba en
relación directa con mi deseo de “ser un adulto”.
Cuando mi padre me dijo que el trueno se producía porque
Dios empujaba una carretilla a lo largo de un gran puente de madera, aquella
idea me pareció asombrosa y, al mismo tiempo, me dio seguridad. Pero incluso a
la edad de cinco años no me tomé esta historia de forma literal, ni tampoco me
imaginé que el cielo estaba ubicado físicamente en el universo. Incluso
entonces era consciente de que podían existir otras explicaciones para el
trueno; estaba dispuesto a creer que podía haber más de una idea verdadera.
Uno de los milagros a largo plazo de mi estudio del Curso es
que me ha permitido recuperar, al menos, un fragmento de esta conciencia
inocente. Al permitir una variedad de verdades –míticas, emocionales y
empíricas-, este estado mental es más flexible, tolerante y pacífico que uno
estrechamente racional o fervientemente religioso. Cuando creemos que sólo hay
un modo de conocer –o, lo que es peor, un conjunto de creencias fijas que nos
ofrecerán todas las respuestas que necesitamos en la vida-, tendemos a
discriminar o a perseguir a los que piensan y creen otras cosas.
El intento de parecer seguros también puede llevarnos a
realizar el sacrificio más dañino en el altar de la madurez: olvidarnos de cómo
aprender. Pensamos que es natural que nuestra capacidad de aprender se reduzca
con el tiempo y que el refinamiento de nuestros sentidos e intelecto exige que
limitemos nuestros intereses. Pero, si observamos a los niños, vemos que ellos
aprenden de todo a la vez, y que lo hacen en todo momento. A menudo me parece
que tomamos esta gran capacidad innata y gradualmente convertimos buena parte
de ella en una certeza parcial con respecto al mundo: es decir, en gran medida
dejamos de aprender porque creemos saberlo todo.