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jueves, julio 29

"EL PERDÓN Y JESÚS" (Kenneth Wapnick)

Capítulo 11
El poder de la decisión

En la Parte 1 se recalcó que el perdón es una decisión que hemos de tomar. Allí donde habíamos elegido proyectar nuestra culpa sobre los demás, necesitamos ahora hacer otra elección para corregir la que hicimos equivocadamente. Como dice Un Curso de Milagros: “la única libertad que aún nos queda en este mundo es la libertad de elegir, y la elección es siempre entre dos alternativas o dos voces” (C-1.7:1). Un tema recurrente en el evangelio de Jesús es este poder de nuestra decisión. Jesús pone ante nosotros dos alternativas –seguirlo a él al Reino de los Cielos, o escuchar la invitación del ego al reino de este mundo. Jesús nos ayuda a elegir, pero la selección de la alternativa la tenemos que hacer nosotros. Es la misma decisión que él tomó, la cual está encapsulada en las tentaciones en el desierto. Esta escena es la introducción de este capítulo.

La decisión de Jesús

Los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) coinciden en ubicar la tentación del diablo a Jesús después del bautismo de éste por Juan el Bautista, inmediatamente previo al comienzo de su ministerio público. El bautismo señala la disposición interna de Jesús para iniciar la obra de su Padre después de los “años ocultos” de preparación, mientras que las tentaciones reflejan su decisión de elegir únicamente la Voluntad de su Padre.

En la tres tentaciones de Satanás (MT 4:1-11), vemos claramente la alternativa que está frente a Jesús; la alternativa que en el Capítulo 5 calificamos como la de elegir entre la magia y el milagro. A él se le tienta a que haga mal uso del poder de Dios en su mente: a que cambie las piedras en pan; a que se lance desde un lugar alto para demostrar que Dios lo protege; y a que se gane todo el poder sobre el reino del mundo a cambio de que adore al diablo. El diablo es el símbolo del ego, el poder que creemos tener para oponernos a Dios –la separación- y que se proyecta fuera de nosotros. (10)

El mismo Jesús se enfrentó a la alternativa que se nos presenta a nosotros: elegir entre Dios y Mamón, el poder del Cielo y el poder mundano. Como dice Jesús en el Curso: “Yo no podría entender lo importantes que son [el cuerpo y el ego] para ti si yo mismo no hubiese estado tentado a creer en ellos” (T-4.I.13:5). Es significativo que los evangelistas ubicaran este encuentro con el “diablo” antes del comienzo del ministerio público de Jesús, para destacar el papel que juega nuestra decisión en la vida espiritual. Antes de que podamos realizar la obra que el Espíritu Santo nos encomienda, tenemos que decidir primero quién es nuestro amo. Sin esa decisión continuamente distorsionaremos el poder de Dios, y lo utilizaremos mágicamente en beneficio del ego. Este “momento de decisión” ocurre en el periodo entre las fases de nuestra vida que discutimos en el Capítulo 4, la “crisis de la mediana edad” a la cual todos tenemos que enfrentarnos. Elegir ignorarla conduce a un entumecimiento que jamás se reconoce por lo que verdaderamente es.

La cuarta bienaventuranza dice: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (MT 5:6). Una vez que emulamos a Jesús y decidimos buscar la justicia de Dios, tenemos Su promesa de que en nuestra búsqueda seremos encontrados. San Agustín escribió que buscar a Dios es haberlo hallado ya; pues sólo si tuvimos alguna experiencia de Dios querríamos buscarlo. Así pues, deseamos al Dios que hemos conocido pero que hemos olvidado, y a Quien elegimos conocer nuevamente. Como escribió San Pablo tan perceptivamente sobre sí mismo y sobre todos nosotros:

Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco…. puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero (RM 7:15,19).

El entender la dinámica del ego nos ayuda a dar razón de este fenómeno de otro modo paradójico de alejarnos de lo que verdaderamente queremos.

Esta recurrente no-aceptación de Dios y Su paz necesita la constante decisión que tenemos que tomar a lo largo de nuestro recorrido hacia el Hogar. La decisión ocurre en diferentes niveles. Se toma una vez, y esto pone en marcha un proceso a través del cual reforzamos la decisión, eligiendo una y otra vez en el diario vivir de nuestros días: “Cada día, cada hora y cada minuto, e incluso cada segundo, estás decidiendo entre la crucifixión y la resurrección; entre el ego y el Espíritu Santo” (T-14.III.4:1). Cada subsiguiente decisión por Dios reafirma ese primer instante cuando dijimos: “Ayúdame, Padre. Tiene que haber otra manera de vivir”. Esta decisión constante sirve para llevarnos más lejos en el viaje, que a los ojos de Jesús, ya ha concluido: “Es un viaje sin distancia hacia una meta que nunca ha cambiado” (T-8.VI.9:7). Su fe en nosotros se extiende desde la fe del Padre en él: el conocimiento de que permanecemos unidos en Su Amor, a pesar de nuestra peregrinación por países distantes. “Dios ha decretado que yo no pueda llamaros en vano, y en Su certeza, yo descanso en paz. Pues vosotros me oiréis y elegiréis de nuevo. Y con esa elección todo el mundo quedará liberado” (T-31.VIII.9:5-7). El Curso reinterpreta la aseveración de Mateo, “Muchos son llamados, más pocos escogidos” (Mt 22:14) para que lea: “Todos son llamados, pero son pocos los que eligen escuchar”. Por lo tanto, no eligen correctamente. Los “escogidos” son sencillamente los que eligen correctamente más pronto” (T-3.IV.7:12-14). Este capítulo considerará la exhortación de los evangelios a que aceptemos el llamamiento de Jesús, y el poder de nuestras mentes para tomar una decisión como esa.

La urgencia de decidir

Una vez se le dice que “sí” a Dios, se desencadena toda una serie de acontecimientos que nos preparan para la obra que hemos de realizar en el Nombre de Dios, por nosotros mismos y por los demás. Estos acontecimientos constituyen las “oportunidades de perdonar” que hemos discutido en la Parte I. Cada paso que nos lleva más cerca de Jesús se expresa en una decisión de seguir ya sea su pauta o la del ego. Como nos enseñó en el Sermón de la montaña: “Nadie puede servir a dos señores…. No podéis servir a Dios y al Dinero” (Mt 6:24). La Escritura a veces formula esta elección como un conflicto entre la obscuridad y la luz, o entre la carne y el espíritu. En el curso se dice: “O bien ves la carne o bien reconoces el espíritu. En esto no hay términos medios” (T-31.VI.1:1-2). Encontramos que este contraste se recalca particularmente en los escritos Juaninos y Paulinos. En su visita nocturna a Jesús, por ejemplo, a Nicodemo se le enseña la diferencia entre estos dos mundos: “El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu” (Jn 3:5-6). Este tema se reitera cuando Jesús les dice a sus seguidores: “El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada” (Jn 6:63). Más adelante en el evangelio, Jesús nos dice: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8:12).

San Pablo se hace eco de estos pensamientos en este pasaje: “La noche está avanzada. El día se avecina. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz” (Rm 13:12). A los efesios, les escribe:

A despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de vuestra mente, y a revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad (Ef 4:22-24).

Desde el inicio de su ministerio, Jesús resalta este tema: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1:15). El convertirse (arrepentirse) en este contexto se puede entender como el cambio de pensamiento que el evangelio griego llama metanoia, como hemos visto, el cambio que corrige nuestra decisión previa de identificarnos con el ego, al aceptar en su lugar el clemente Amor de Dios del cual Jesús sirve como mediador. Este tema se presenta a través de todos los evangelios, y la urgencia de este mensaje para la iglesia temprana radica en la creencia de que la “parafusía” o regreso de Jesús era inminente. Si la humanidad no elegía ahora, todo estaba perdido. En un nivel más profundo, sin embargo, podemos observar la misma urgencia en elegir identificarnos con el reino de perdón y amor de Jesús, o de lo contrario permanecer atados en el infierno de nuestra culpa y nuestro miedo. Para nosotros, la parusía no significa un deus ex machina que desciende mágicamente para sanar el mundo, sino nuestra aceptación interna del perdón que anunciará el “regreso” de Jesús a nuestras mentes sanadas.

En ningún otro aspecto de los evangelios se presenta este tema de la decisión con tan persistente claridad como en las parábolas. Hay una serie de cinco parábolas en el evangelio de Mateo, la cual, entre muchas otras en los sinópticos, contiene este tema de la necesidad de elegir. Estas parábolas, en esencia, expresan la preocupación de que la gente no esté preparada para el regreso de Jesús.

En la parábola de El ladrón (Mt 24:42-44), se nos exhorta: “Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor” (v-42). Si el dueño de casa supiese a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, estaría listo para recibirlo. Como no sabemos cuándo Jesús, simbolizado aquí por el ladrón, aparecerá, debemos “estar en vela”. De igual manera, en la parábola de El mayordomo prudente (Mt 24:45-51), el siervo siempre debe estar atento a las órdenes de su señor, no sea que éste regrese inesperadamente y lo halle desprevenido. Hemos de permanecer fieles a lo que Dios nos ha encomendado y estar libres de la tentación de escuchar la voz del ego.

En la famosa parábola de Las diez vírgenes (Mt 25:1-13), Jesús nos exhorta a ser prudentes y a estar preparados, a mantener nuestras lámparas llenas de aceite en caso de que el novio regrese cuando no lo esperamos. Nuestras decisiones deben reafirmarse continuamente; una decisión que se ha tomado una vez pero que se ha abandonado no cuenta para nada. La luz del mundo, la cual brilla dentro de nosotros, debe mantenerse encendida si es que vamos a unirnos con la gran luz que es el reino.

La parábola de Los talentos (Mt 25:14-30), recalca la importancia de mantenernos fieles a lo que Dios nos ha encomendado, la función que nos ha encargado a favor del Reino. Cada uno de nosotros tiene ciertos dones –los cinco, dos y un talentos respectivamente. Jesús nos exhorta a que seamos como los dos primeros siervos quienes, al regreso del amo habían doblado su dinero. Sin embargo, ay siervo temeroso e inseguro quien, al carecer de fe, entierra su solo talento en la tierra, e impide que éste aumente. “Porque a todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aún lo que tiene se le quitará (v. 29). Esto no significa una amenaza, sino una advertencia: el amor que recibimos de Dios tenemos que compartirlo con los demás, y de ese modo aumentar su presencia en el mundo. Si bloqueamos la extensión del regalo de Dios, lo que tenemos se perderá para nosotros. El amor aumenta cuando se reparte; si no lo compartimos debido al miedo, este miedo siempre impedirá nuestra aceptación del Amor de Dios.

La última parábola en la serie es El juicio final (Mt 25:31-46), cuyo tema de la ayuda al necesitado se deriva de Isaías 58:6-7 y de Ezequiel 18:5-9. Aquí, como en las otras parábolas, encontramos la nota de urgencia a decidir, y Jesús nos dice que seremos salvados por nuestras buenas obras. Como les dijo a sus discípulos en La última cena: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13:35). Este amor nos impulsa a cuidar de los necesitados –los hambrientos, los sedientos, solitarios, desnudos, enfermos y prisioneros. Sin embargo, hemos visto que nuestra definición de los necesitados y pobres tiene que ampliarse para incluir a toda la humanidad. La pobreza es del ego, que es el empobrecido estado mental que cree que nos hemos separado de la abundancia de Dios.

No son nuestros pecados por comisión los que constituyen el problema aquí, sino aquellos pecados por omisión: la falta de acudir a aquéllos en necesidad o aflicción. Acudimos a estos hermanos y hermanas, no sólo para satisfacer sus necesidades de perdón sino para satisfacer las nuestras por igual. Al darles a otros el Amor de Dios nos lo damos a nosotros mismos, y nos damos cuenta de que no estamos separados de ellos. Esta unión deshace la creencia del ego en la separación, la fuente de toda culpa y todo miedo. Para apremiar la llegada del Reino tenemos que unirnos con nuestros hermanos y nuestras hermanas. Debido a que “las ideas no abandonan su fuente”, lo que les hacemos a Jesús y a los demás nos lo hacemos a nosotros mismos. Como escribe Jesús basado en Mateo 25:40 y lo cual refleja nuestra unidad en Cristo: “Si lo que le haces a mi hermano me lo haces a mí, y si todo lo que haces te lo haces a ti mismo porque todos somos parte de ti, todo lo que nosotros hacemos es para ti también” (T-9.VI.3:8).

Otra parábola que ilustra la importancia que Jesús le daba a la elección es El rico malo y Lázaro el pobre (Lc 16:19-31). En el relato, un rico y un pobre mueren; el rico va al infierno mientras que el otro, Lázaro, está en el Cielo con Abraham. El hombre rico sufrido le pide al patriarca que permita que Lázaro lo consuele, pero se le dice que el abismo entre el Cielo y el infierno es demasiado grande para permitir cualquier contacto entre ellos. Entonces el rico le pide a Abraham que envíe a Lázaro de regreso a la tierra para que advierta a sus cinco hermanos de modo que éstos no terminen donde él está. Sin embargo, Abraham le responde que ni siquiera una señal así los ayudaría: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite” (V. 31).

El significado de la parábola radica en la última oración, y va dirigida como un aviso a aquéllos que, como los cinco hermanos restantes, viven una existencia egoísta y materialista, y creen que la muerte es el fin de la vida, una vida que encarna los valores hedonistas del verso de Isaías (22:13): “¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!” Para aquellos que son como los cinco hermanos, la petición de Dios no puede oírse. Ni siquiera la mayor señal –una resurrección- los afectaría. Por lo tanto, primero tienen que decidirse a aceptar la palabra de Dios. El exigir una señal externa como una prueba de Dios es en realidad creer en la magia, puesto que en lugar de ésta tenemos que elegir el milagro que refleja nuestro cambio interno. El Curso nos instruye: “Cuando se obran milagros con vistas a hacer de ellos un espectáculo para atraer creyentes, es que no se ha comprendido su propósito” (T-1.I.10). De ese modo, Jesús enseñó por doquier: “¿Porqué esta generación pide una señal? Yo os aseguro: no se dará a esta generación ninguna señal” (Mc 8:12). No se dará ninguna señal porque no sería hacer cosa útil o amorosa de clase alguna, el reforzar, como quien dice, la creencia en la magia que a fin de cuentas refuerza la creencia en la separación.

De igual manera, no puede concedérsele la petición al hombre rico, no porque Dios no lo quiera, sino porque el miedo de los hermanos impediría que éstos aceptasen la verdad de Dios, aun cuando ésta fuese tan clara como el resucitar de entre los muertos. Lázaro, por el contrario, recibió su recompensa debido a su indefensa humildad al elegir la ayuda de Dios. Su nombre mismo refleja este deseo: “Lázaro” significa “Ayuda de Dios” en arameo. La parábola, pues, nos exhorta a arrepentirnos y a volver nuestras mentes hacia Dios, pues sólo entonces podrá ayudarnos.

El honrar el poder de nuestra mente

Al mismo tiempo que el evangelio recalca la importancia de nuestra decisión, recalca también el poder de nuestra mente. El “poder de Cielo y tierra” que le pertenece a Jesús él nos lo ofrece, una vez elegimos compartir nuestra vida y nuestra mente con él. Como nos dice él en el Curso:

Fue sólo la decisión que tomé lo que me dio plena potestad tanto en el cielo como en la tierra. El único regalo que te puedo hacer es ayudarte a tomar la misma decisión…. Yo soy tu modelo a la hora de tomar decisiones. Al decidirme por Dios te mostré que es posible tomar esta decisión y que tú la puedes tomar…. El Espíritu Santo te enseña cómo tenerme a mí de modelo para tu pensamiento… (T-5.II.9:2-3;6-7; 12:3).

Ésta es la oración de San Pablo también: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo” (Flp 2:5). Debido a que podemos elegir estar “con él” o “en contra de él”, nuestra mente se convierte en el instrumento más poderoso en este mundo. Tiene el poder de aliarse con Dios –el único poder verdadero- o de alejarse de Él, con lo cual este poder se mantiene en suspenso.

Cuando nos identificamos con el poder del Cielo que Jesús nos ofrece, no hay nada que no podamos vencer. Nuestra fe en este poder puede hasta mover montañas. Como dijo Jesús: “Creed en la luz, para que seáis hijos de la luz” (Jn 12:36). Nuestras mentes son el instrumento más poderoso de este mundo –literalmente construyen nuestro mundo- y, así pues, el creer en algo lo hará real para nosotros. Cuando elegimos negar ese poder de la luz al ver nuestras mentes separadas de Dios, afirmamos la realidad de la separación y al mismo tiempo nos negamos la paz, la dicha y el bienestar que constituyen nuestra herencia de abundancia como criaturas de Dios. El dolor y el sufrimiento son el resultado inevitable de tal decisión, y a través de la proyección vemos ese sufrimiento como si viniera de fuera de nosotros, más bien que de nuestra propia decisión.

Nuestro problema básico es nuestra decisión de vernos separados de Dios y de ese modo nos vemos desdeñados por Él, que no lo que el mundo identifica habitualmente como problemas. Es esta la decisión que tiene que cambiarse. La corrección de este error tiene que ocurrir en el lugar donde se ha hecho: en nuestras mentes, no en el mundo. “[Tienen] que cambiar de mentalidad, no de comportamiento”, nos exhorta Un Curso de Milagros, como afirmamos antes, pues “la corrección debe llevarse a cabo únicamente en el nivel en que es posible el cambio” (T-2.VI.3:4,6). El sanador Espíritu de Dios no opera en un vacío, sino únicamente a través de nosotros mismos.

Al discutir el miedo, como ya hemos citado en parte, Jesús afirma en el Curso:

Yo no puedo controlar el miedo, pero éste puede ser auto-controlado…. Deshacer el miedo es tu responsabilidad. Cuando pides que se te libere del miedo, estás implicando que no lo es. En lugar de ello, deberías pedir ayuda para cambiar las condiciones que lo suscitaron. Estas condiciones siempre entrañan el estar dispuesto a permanecer separado…. Si me interpusiese entre tus pensamientos y sus resultados [miedo], estaría interfiriendo en la ley básica de causa y efecto: la ley más fundamental que existe. De nada te serviría el que yo menospreciase el poder de tu pensamiento (T-2.VI.1:4; 4:1-4; T-2VII.1:4-5).

Uno no puede deshacer el miedo reduciendo o subestimando el poder de la mente. Si el poder de nuestra mente la cual eligió equivocadamente no se honra y se respeta, entonces estamos negándole a esa misma mente el poder de corregirse por medio del Espíritu Santo. Estaríamos negando exitosamente al único medio para nuestra salvación –nuestro poder de decisión- su eficacia para salvarnos.

En el libro del Apocalipsis, Jesús dice que él está en la puerta y llama esperando que le abramos si decidimos hacerlo (Ap 3:20). Él no derriba la puerta e impone su voluntad por encima de la nuestra, sino que espera pacientemente, y nos recuerda lo que verdaderamente queremos. Jesús no puede elegir ni elige por nosotros.

Un ejemplo concreto de este principio se presenta en el ejemplo del encuentro de Jesús con el joven rico (Mc 10:17-22). El hombre se acercó a Jesús, y le preguntó cómo podía alcanzar la vida eterna. Jesús le dice primero que tiene que obedecer los mandamientos, lo cual el hombre asegura que hace. Jesús reconoce su deseo y “fijando en él su mirada, le amó” (v. 21). El relato que hace Marcos de este episodio es notable puesto que es el único lugar en los tres evangelios sinópticos donde se asevera que Jesús amó a alguien. Esto es interesante por demás a la luz de lo que sigue: Jesús le responde con una condición adicional: “Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y… ven y sígueme” (v. 21). Más el hombre no puede hacerlo. Su apego a las posesiones mundanas era demasiado grande: “Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido” (V. 22).

Nuestro énfasis aquí está en la reacción de Jesús. Con seguridad él podía retener al joven con él. Jesús sabía que el joven estaba tomando la decisión “equivocada”, i.e., no podía hallar la paz de la vida eterna hasta que no hiciese lo que se le pedía. Más Jesús conocía también el miedo en el corazón del hombre; un miedo que se habría incrementado enormemente si él hubiese dispuesto de su riqueza cuando aún necesitaba de la seguridad de ésta. Tal parece, además, que Jesús reconocía su miedo desde un principio; puesto que primero le dio la respuesta “más fácil”. Fue el deseo del hombre de tener más lo que llevó a Jesús a responderle con la condición que él no pudo cumplir. Si hubiese ejercido su autoridad, e inevitablemente hubiese puesto el miedo a Dios sobre él, el temor del hombre sólo habría aumentado. El reforzar la culpa del joven no le habría servido de nada a Jesús excepto el oculto resentimiento del hombre. El amor es siempre dulce y bondadoso, y jamás procura imponer su voluntad sobre nadie. Como dice el Curso acerca del Espíritu Santo:

La Voz del Espíritu Santo no da órdenes porque es incapaz de ser arrogante. No exige nada porque su deseo no es controlar. No vence porque no ataca. Su Voz es simplemente un recordatorio… La Voz…es siempre serena porque habla de paz (T-5.II.7:1-4,7).

Si el joven rico no podía elegir el seguir a Jesús libremente, no podía verdaderamente seguirle en absoluto. El amor de Jesús era tan grande que él respetaba plenamente la libertad del hombre. De modo que, pudo permitirle que se alejara mientras lo contemplaba con amor, esperando pacientemente, podemos suponer, el día en que pudiese aceptar el amor que Jesús le ofrecía y abandonar esta relación especial con sus posesiones, el sustituto del ego para el Amor de Dios…

(10). El mundo pre-Freudiano de los tiempos bíblicos no pudo haber entendido esta dinámica de la proyección. Así pues, jamás pudo haber visto que algo que parecía estar afuera –una “fuerza maléfica”- no era nada excepto pensamientos de culpa y de miedo. Nosotros, los que pertenecemos a una era psicológica más sofisticada, podemos aceptar esta dinámica más fácilmente. Además, reconocemos que postular un poder en oposición a Dios es limitarlo a Él. Esto refleja la idea errónea del “pecado original” de que puede haber un poder en el mundo distinto al de Dios. Este fue el error que Jesús vino a corregir.