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sábado, marzo 13

"FELICIDAD Y EL ARTE DE SER" (Sri Ramana Maharshi)

CAPÍTULO 1

¿Qué es Felicidad?
(segunda parte)

Así pues, la causa real de la felicidad que parecemos obtener de objetos y circunstancias externos, no es esos objetos o circunstancias mismos, sino que es solo el cumplimiento de nuestro deseo de ellos. Siempre que experimentamos un deseo, ya sea en la forma de una preferencia o de una aversión por una cierta cosa, la mente es agitada por él. Mientras ese deseo persiste en la mente, persiste la agitación causada por él, y esa agitación nos hace sentir infelices. Pero cuando nuestro deseo es cumplido, esa agitación se sumerge y en la calma pasajera que resulta de su submersión, nos sentimos felices.

La felicidad que experimentamos así cuando uno de nuestros deseos es cumplido, es una fracción de la felicidad que existe siempre dentro de nosotros. Cuando surge un deseo y agita la mente, nuestra felicidad inherente es oscurecida, y, por consiguiente, nos sentimos inquietos e infelices hasta que ese deseo es cumplido. Tan pronto como es cumplido, la agitación de la mente se sumerge por un corto período, y debido a que nuestra felicidad inherente es así menos densamente oscurecida, nos sentimos relativa- mente felices.

Por lo tanto, aunque la felicidad es nuestra naturaleza verdadera, y aunque en realidad no hay ninguna felicidad en nada fuera de nosotros, sin embargo, nos sentimos felices siempre que nuestro deseo de algo es cumplido, y, por consiguiente, creemos erró- neamente que obtenemos felicidad de los objetos de nuestro deseo. Sentimos amor o deseo por otras gentes y por objetos y circunstancias externos debido solo a que creemos que podemos obtener felicidad de ellos. Y creemos esto debido solo a que experimentamos felicidad siempre que algunos de nuestros deseos por esas cosas externas son satisfechos.

Nuestro engaño de que la felicidad viene de las cosas que deseamos, y que, por lo tanto, deseando y adquiriendo más cosas devendremos más felices, es así un círculo vicioso. Debido a que deseamos algo, nos sentimos felices cuando lo obtenemos, y debido a que nos sentimos felices cuando lo obtenemos, deseamos más de ello. De esta manera, nuestros deseos están siempre aumentando y multiplicándose continuamente.

El fuego rugiente de los deseos no puede ser apagado nunca por los objetos de deseo. Cuanto más adquirimos esos objetos, tanto más intensamente ruge el deseo de ellos y de otros objetos semejantes. Tratar de apagar el fuego de los deseos cumpliéndolos es como tratar de apagar un fuego vertiendo petróleo sobre él.

Los objetos de deseo son el combustible que mantiene el fuego de los deseos ardiendo. La única manera de que podamos extinguir este fuego de los deseos es conociendo la verdad de que toda la felicidad que parecemos obtener de los objetos de deseo, de hecho no viene de esos objetos sino solo de dentro de nosotros.

Sin embargo, no debemos pensar que comprender esta verdad por medio del intelecto o poder de razonar es lo mismo que conocerla efectivamente. No podemos conocer esta verdad efectivamente sin experimentarnos como felicidad. Mientras nos sintamos como una consciencia individual limitada que experimenta grados relativos de felicidad e infelicidad, claramente no experimentamos la verdad de que somos felicidad absoluta.

Ninguna suma de comprensión intelectual puede darnos el verdadero conocimiento experimental de que la felicidad es nuestra naturaleza verdadera, y no es algo que obtenemos de los objetos de deseo. Podemos comprender algo intelectualmente, y, sin embargo, experimentar de hecho algo que es completamente contrario a lo que compren- demos. Por ejemplo, si vemos agua en un desierto, podemos comprender que es solo un espejismo, y, sin embargo, continuar viéndola como algo que parece completamente real, y cuya mera visión continúa haciéndonos sentir sedientos. Similarmente, aunque podamos comprender intelectualmente que la felicidad es nuestra verdadera naturaleza y que no obtenemos de hecho felicidad de nada fuera de nosotros, no obstante continuamos sintiéndonos de alguna manera como carentes de felicidad, y, por lo tanto, continuamos experimentando deseo por cosas de fuera, como si la felicidad pudiera ser obtenida realmente de ellas.

El conocimiento intelectual es solo una forma de conocimiento superficial y somero, debido a que el intelecto es solo una función de la mente, que es ella misma solo una forma de consciencia superficial y somera. Nuestro engaño, que nos hace sentir que la felicidad viene de cosas de fuera y no de dentro, está, por otra parte, profundamente arraigado en la identificación errónea con un cuerpo físico, que está arraigada a su vez en nuestra falta de claro auto-conocimiento.

De hecho, el engaño que nos hace sentir que la felicidad viene de cosas fuera es el mismo engaño que nos hace sentir que somos algo que no somos. Este engaño funda- mental surge debido solo a que no sabemos claramente qué somos realmente, y, por consiguiente, solo puede ser destruido por un conocimiento claro y correcto de nuestra naturaleza real. Por lo tanto, ningún conocimiento intelectual puede destruir este engaño nuestro profundamente arraigado. El único conocimiento que puede destruirlo es el conocimiento experimental verdadero de qué somos realmente.

Cuando por el verdadero auto-conocimiento experimental destruyamos así el engaño de que somos otro que la plenitud de felicidad absoluta, el fuego de nuestros deseos será extinguido automáticamente.

Aunque ninguna suma de comprensión intelectual puede destruir nuestro engaño pro- fundamente arraigado, sin embargo, una clara comprensión intelectual de la verdad es necesaria, debido a que sin una comprensión tal no sabríamos cómo descubrir qué es la felicidad verdadera. Una comprensión clara y correcta de la naturaleza verdadera de la felicidad nos capacitará para saber no solo dónde debemos buscar la felicidad, sino también cómo debemos esforzarnos de hecho para buscarla. Por lo tanto, analicemos más profundamente cómo surge nuestro engaño de que obtenemos felicidad de los objetos y circunstancias externos.

Supongamos que nos gusta el chocolate. En la mente asociamos el sabor agridulce del chocolate con la sensación de placer que estamos acostumbrados a experimentar siempre que lo saboreamos. ¿Pero crea necesariamente el sabor del chocolate una sensación de placer? No, crea una sensación tal en nosotros debido a que nos gusta mucho, pero no creará una sensación tal en una persona que es indiferente a él, y creará una sensación de disgusto en una persona a quien le disgusta. Además, si comemos demasiado chocolate y con ello enfermamos, comenzaremos a sentir una aversión por él, al menos temporalmente, de modo que si comemos más en ese tiempo, no creará ninguna sensación de placer sino solo una sensación de disgusto. Por lo tanto, está claro que la felicidad que pensamos que obtenemos de comer chocolate no está determinada por el sabor propio del chocolate, sino solo por nuestro gusto por ese sabor.

Lo mismo es el caso con cualquiera de los placeres que experimentamos a través de nuestros cinco sentidos. Nuestros sentidos solo pueden decirnos las impresiones creadas por una cosa, por ejemplo el sabor, el aroma, la textura y el color del chocolate, y el sonido crujiente del papel de plata en el que está envuelto, pero es la mente la que de- termina si nos gustan o no esas impresiones. Si nos gustan, ni siquiera tenemos que saborear el chocolate para sentir placer de él. Incluso la visión o el olor del chocolate, o el sonido de su papel de plata al ser abierto, nos dará placer.

De hecho, a menudo parecemos obtener más placer de la anticipación de gozar de algo, que el que obtenemos cuando lo experimentamos efectivamente. Por lo tanto, incluso el pensamiento de algún objeto de nuestro deseo puede darnos placer, aunque ese placer estará siempre mezclado con una inquietud por experimentarlo efectivamente. Solo cuando lo experimentemos efectivamente, nuestro deseo de él será plenamente satisfecho. Sin embargo, puesto que esa satisfacción es experimentada usualmente solo momentáneamente, a veces puede parecer que gozamos más placer de la construcción acumulativa de nuestra anticipación de él, que el que gozamos efectivamente cuando lo experimentamos.

Además, si la mente es distraída por otros pensamientos, podemos no sentir ningún placer particular cuando comemos chocolate, aunque nos guste mucho. Solo cuando la mente es relativamente libre de otros pensamientos podemos gozar propiamente el sabor del chocolate, o el placer de satisfacer cualquiera de nuestros demás deseos.

Una clara ilustración de esto es algo que la mayoría de nosotros probablemente hemos experimentado. Si estamos viendo una buena película o un programa de entretenimiento en la televisión mientras tomamos una comida, no importa cuán sabrosa y de nuestro gusto pueda ser esa comida, difícilmente notaremos su sabor y no experimenta- remos ningún placer particular al comerla. Después de que el programa y la comida hayan terminado, podemos notar que no hemos gozado esa sabrosa comida, y podemos desear haberla comido cuando no estábamos distraídos viendo la televisión. Debido a que estábamos más interesados en el programa o en la película que estábamos viendo, que en la comida que estábamos comiendo, no hemos gozado la comida. Y la razón por la que teníamos más interés en gozar la película que en gozar nuestra comida, era que en ese tiempo nuestro deseo del gozo de la película era más grande que nuestro deseo del gozo de la comida.

Sin embargo, si hubiéramos estado realmente hambrientos antes de sentarnos a comer esa comida y ver esa película, probablemente habríamos gozado la comida con gran deleite, y, por lo tanto, difícilmente habríamos reparado en la película que estábamos viendo. Incluso si la comida no hubiera sido particularmente sabrosa, si hubiéramos estado realmente hambrientos, la habríamos gozado igualmente. Cuando estamos real- mente hambrientos, es decir, cuando nuestro deseo de alimento es muy intenso, podemos saborear y gozar incluso la comida más sosa.

Nuestra hambre o deseo real de alimento es el mejor de todos los condimentos. La especia de hambre real dará el sabor más delicioso incluso al alimento más soso, e incluso al alimento que normalmente sabría efectivamente desagradable. Por el contrario, si la especia del hambre real está ausente, podemos comer incluso el alimento más sabroso sin saborearlo particularmente.

¿No está claro, por lo tanto, que los grados relativos de felicidad que obtenemos del goce de los objetos de los deseos no son solo enteramente subjetivos y dependientes del grado de gusto relativo por esos objetos, sino que están determinados principalmente por las fluctuaciones de la mente y de las sucesivas oleadas de excitación de los deseos, nuestras anticipaciones y satisfacciones últimas?

En medio de toda esta excitada actividad de la mente, ¿cómo aparecen los fragmentos de felicidad que experimentamos? Estas sucesivas oleadas de excitación mental tienen sus cimas y sus valles. Se elevan a sus cimas cuando la mente está más agitada por sus deseos, y se sumergen en sus valles cuando la mente experimenta la satisfacción de la anticipación o el goce efectivo de los objetos de sus deseos. Durante los breves valles entre dos cimas sucesivas de deseos, la mente está en calma momentáneamente, y en esa calma la felicidad que es siempre inherente a nosotros está menos densamente oscurecida y por lo tanto se manifiesta más claramente.

Mientras la mente está activa, está fluctuando constantemente entre las cimas de su deseo o insatisfacción y los valles de su contento o satisfacción. Nuestros deseos y mi edos, gustos y disgustos, ansias y aversiones, todos agitan y empujan la actividad de la mente a las cimas de su intensidad, y tales cumbres de actividad intensa oscurecen nuestra felicidad inherente y con ello nos hacen sentir insatisfechos, descontentos e infelices.

Cuanto más intensa y agitada deviene la actividad de la mente, tanto más rápidamente sube de una cima a la otra, y, por consiguiente, tanto más breves y superficiales de- vienen los valles entre esas cimas. Sin embargo, si somos capaces de controlar nuestros deseos, miedos, gustos, disgustos, ansias, aversiones y demás pasiones semejantes, la actividad de la mente devendrá menos intensa, es decir, sus cimas serán menos frecuentes y subirán menos alto, y los valles entre esas cimas serán más amplios y más profundos. Así pues, cuando la actividad agitada y apasionada de la mente deviene menos in- tensa, nos sentimos más calmos y más contentos, y, por consiguiente, somos capaces de experimentar más claramente la felicidad que está siempre dentro de nosotros.

La felicidad que obtenemos de comer un pedazo de chocolate no viene de ese pedazo de chocolate mismo, sino solo de la satisfacción que sentimos como un resultado de la gratificación de nuestro deseo por él. Cuando tal deseo es gratificado, ¿de dónde viene realmente la sensación resultante de satisfacción o felicidad? Claramente no viene del objeto de nuestro deseo, ni de nada de fuera, sino solo de dentro. Si observamos cuidadosamente la sensación de felicidad que experimentamos cuando comemos un pedazo de chocolate, o cuando gozamos cualquier otro objeto de deseo, veremos clara- mente que ella surge de dentro de nosotros, y como un resultado de la submersión pasajera de la agitación mental causada por ese deseo.

Nuestra satisfacción y la felicidad que parece resultar de ella son ambos sentimientos subjetivos que surgen de nuestro ser más íntimo, y que experimentamos acordemente solo dentro de nosotros. Puesto que toda felicidad viene así solo de nuestro sí mismo más íntimo, ¿no está claro que la felicidad existe ya dentro de nosotros, al menos en una forma latente? ¿Por qué debemos perder entonces el tiempo y la energía tratando de experimentar esa felicidad de una manera indirecta gratificándonos con los deseos de objetos y circunstancias externos? ¿Por qué no debemos tratar en lugar de ello experimentarla de una manera directa volviendo la atención dentro para descubrir la fuente de la que surge toda felicidad?

El deseo surge dentro de nosotros de diversas formas —como gustos o disgustos, como anhelos o aversiones, como esperanzas o miedos— pero en cualquier forma que surja, perturba la paz natural de la mente, y de ese modo oscurece la felicidad que está siempre dentro. Toda la miseria o infelicidad que experimentamos, está causada solo por nuestros deseos. Por lo tanto, si deseamos experimentar la felicidad perfecta, no tocada por la menor miseria, debemos librarnos de todos los deseos.

¿Pero cómo podemos hacer esto? Los deseos están profundamente engranados dentro de nosotros y no pueden ser cambiados fácilmente. Aunque podamos ser capaces de modificarlos hasta un cierto punto, nuestra capacidad para hacer eso es no obstante limitada. Los deseos, o gustos y disgustos presentes, han sido formados por experiencias previas, no solo en la vida del cuerpo físico que ahora identificamos como nosotros, sino también en las vidas de todos los cuerpos físicos que anteriormente hemos identificado como nosotros, ya sea en sueños o ya sea en otros estados de consciencia similares al supuesto estado de vigilia presente.

Uno de los deseos más fuertes es el deseo de placer sexual. Aunque la intensidad de este deseo pueda variar con la edad y las circunstancias, existe siempre dentro de nosotros, al menos en la forma de una semilla durmiente. Como cualquiera que haya tratado de «conquistar» la lujuria sabe muy bien, no podemos superarlo nunca enteramente.

Como todos los demás deseos, la lujuria o deseo de placer carnal está arraigado en nuestra errónea identificación con un cuerpo físico. Debido a que tomamos erróneamente un cuerpo físico como nosotros, tomamos erróneamente los impulsos biológicos naturales de ese cuerpo por nuestros impulsos naturales. Por lo tanto, todos los deseos permanecerán, al menos en forma de semilla, mientras continuemos teniendo el hábito de identificarnos con un cuerpo físico, ya sea el cuerpo físico presente en este estado de vigilia, o ya sea en algún otro cuerpo físico en el sueño con sueños.

Por lo tanto, la única manera de poner fin a todos los deseos es poner fin a su raíz, que es la mente, la consciencia limitada que siente «Yo soy este cuerpo». A no ser que, y hasta que sepamos qué somos realmente, no podemos librarnos de nuestros deseos, que surgen solo debido a que nos tomamos erróneamente por lo que no somos.

Combatir los deseos nunca puede librarnos de ellos, debido a que nosotros, que tratamos de combatirlos, somos de hecho la causa, la fuente y la raíz de ellos. Eso que busca combatir los deseos es la mente, que es ella misma la raíz de la que surgen todos los deseos. La naturaleza misma de la mente es tener deseos. Sin deseos que la impulsen, la mente se aplacaría y sumergiría en la fuente de la que surgió originalmente. Por lo tanto, la única manera de conquistar los deseos es puentear la mente buscando la fuente de la que ha surgido. Esa fuente es nuestro sí mismo real, el núcleo más íntimo de nuestro ser, la consciencia fundamental y esencial «yo soy».

La mente es una forma limitada de consciencia que surge dentro de nosotros, y que toma erróneamente un cuerpo particular por ella misma, y todos los demás objetos que conoce como otros que ella misma. De hecho, todo lo que la mente conoce, incluyendo el cuerpo que ella toma erróneamente como «yo» son solo sus pensamientos, productos de su poder de imaginación. Por consiguiente, nada que sea conocido por la mente es de hecho otro que ella misma. Sin embargo, debido a que ella toma erróneamente objetos de su imaginación como otros que ella misma, siente deseo por aquellos objetos que piensa que contribuirán a su felicidad, y aversión por aquellos objetos que piensa que menoscaban su felicidad.

Mientras experimentemos otredad o dualidad, no podemos evitar sentir deseo por algunas de las cosas que vemos como otras que nosotros, y aversión por algunas de las otras cosas. Debido a que tomamos erróneamente un cuerpo particular por nosotros, ciertas cosas son necesarias para la supervivencia y confort en ese cuerpo, y ciertas cosas son una amenaza para la supervivencia y confort en él. Por lo tanto, como una regla general, sentimos deseo por esas cosas que contribuyen a la supervivencia y confort corporal, y aversión por esas cosas que amenazan nuestra supervivencia o menoscaban nuestro confort.

Sin embargo, incluso después de que hayamos asegurado todas las cosas que requerimos para nuestra supervivencia y confort corporal, seguimos sin sentirnos satisfechos. Debido a que tenemos miedo por el futuro, nos afanamos en adquirir más de lo que en realidad necesitamos en el presente. Debido a la inquietud causada por la preocupación por nuestra felicidad y bienestar futuros, rara vez gozamos el momento presente en su plenitud, sino que, en lugar de ello, pensamos constantemente sobre qué podemos o no podemos gozar en el futuro.

La mayoría de nuestros pensamientos no están relacionados con el momento presen- te, sino solo con lo que ya es pasado, o con lo que puede o no puede acontecer en el futuro. Vivimos gran parte de nuestra vida en grados de ansiedad variables, la mayoría relacionados con lo que puede acontecernos en el futuro, pero también a veces con lo que hicimos o nos aconteció en el pasado. Deseamos que el pasado hubiera sido otro que el que fue, y esperamos que el futuro sea mejor de lo que será probablemente.

Debido a que la mente está llena de pensamientos sobre el pasado, y de aspiraciones o ansiedad sobre el futuro, rara vez nos sentimos completamente satisfechos con el momento presente, y con todo lo que gozamos y poseemos ahora. Toda nuestra falta de satisfacción o contento con el momento presente está causada solo por los deseos, y por sus inevitables consecuencias, los miedos.

El deseo y el miedo no son de hecho dos cosas diferentes, sino solo dos aspectos de la misma cosa. Mientras deseemos cualesquiera cosas que parezcan contribuir a nuestra felicidad, inevitablemente tendremos miedo de las cosas que parezcan menoscabarla. Por lo tanto, el miedo es simplemente el lado opuesto del deseo. Todo miedo es de hecho una forma de deseo, debido a que el miedo de una cosa particular es simplemente el deseo de evitar o ser libre de esa cosa. Sin embargo, cualquier forma que el deseo pueda tomar —ya sea que se manifieste como una esperanza o como un miedo, como un gusto o un disgusto, un anhelo o una aversión— nos priva siempre de nuestra paz o contento natural. Por lo tanto, mientras tengamos alguna forma de deseo, no podemos estar nunca perfectamente satisfechos.