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sábado, diciembre 5

"SIDDHARTHA" (Hermann Hesse)

-También yo me alegro de verte otra vez. Has sido el vigilante de mi sueño: una vez más te doy las gracias, aunque no hubiera necesitado una custodia. ¿A dónde vas, amigo?

-No me dirijo a ninguna parte en concreto. Los monjes siempre caminamos, mientras no es la estación de las lluvias; vamos siempre de un sitio a otro, vivimos según la regla, pregonamos la doctrina, recibimos limosnas y continuamos nuestro viaje. Siempre así. ¿Pero tú, Siddharta, a dónde vas?

Contestó Siddharta

-Yo hago lo mismo que tú, amigo. No voy a ninguna parte. Sólo estoy en camino. Soy un peregrino.

Govinda replicó:

-Dices que eres un peregrino, y te creo. Pero, perdóname, Siddharta, no tienes aspecto de peregrino. Llevas el atuendo de un hombre rico, calzas zapatos de aristócrata, y tu cabello perfumado no es el de un samana.

-Muy bien, amigo, has observado con agudeza, no has perdido detalle. Pero yo no he dicho que sea un samana. Tan sólo dije: soy un peregrino. Y así es.

-Es posible -respondió Govinda-. Pero pocos peregrinan con esas ropas, con esos zapatos, con esos cabellos. Jamás he encontrado un peregrino así, en todos los años que camino.

–Te creo, Govinda. Pero hoy has encontrado un peregrino con estos zapatos y así vestido. Acuérdate, amigo, que el mundo de las formas es pasajero, temporal, sobre todo con nuestros vestidos, nuestro cabello y todo nuestro cuerpo. Llevo el ropaje de un rico, te has fijado bien. Lo llevo porque he sido rico. Y llevo el pelo como la gente mundana y los libertinos, porque he sido también uno de ellos.
-¿Y ahora, Siddharta? ¿Qué eres ahora?
-No lo sé. Lo ignoro tanto como tú. Estoy en camino. He sido un potentado, y ya no lo soy. Y no sé lo que seré mañana.
-¿Te has arruinado?
-He perdido las riquezas o ellas me arruinaron a mi. Digamos que se me han extraviado.
- Govinda, la rueda de lo ingrato gira con extremada rapidez. ¿Dónde se halla el brahma Siddharta?
- ¿Dónde se encuentra el samana Siddharta? ¿Dónde quedó el rico Siddharta? Lo temporal cambia muy aprisa, Govinda. Tú bien lo sabes.

Govinda contempló durante largo tiempo al amigo de su juventud, y en sus ojos apareció una duda. Entonces le saludó como se saluda a los aristócratas, y se puso en marcha.

Siddharta, con el rostro sonriente, le siguió con la mirada. ¡Todavía amaba a ese hombre fiel y temeroso! ¡Cómo habría sido posible no amar a nadie o a nada, después de un sueño tan maravilloso, tan lleno del Om! Precisamente el encantamiento estaba allí: en el sueño se le había preparado para amarlo todo; se encontraba lleno de amor hacia todo lo que contemplaba. Y justamente ésa fue su enfermedad anterior, según le parecía ahora: el no saber amar a nada ni a nadie.

Sonriente, continuaba observando Siddharta al monje que se alejaba. El sueño le había devuelto las fuerzas, pero le seguía molestando el hambre, ya que ahora hacía dos días que no comía y el tiempo en que solía ayunar se encontraba muy lejano. Con preocupación, pero feliz, recordó aquel pasado.

Fue entonces cuando recordó cómo había glorificado ante Kamala tres artes que antes había dominado perfectamente: ayunar, esperar, pensar. Ésta había sido su fortuna, su poder y su fuerza.

Había aprendido esas artes en los años penosos y difíciles de su juventud, nada más. Y ahora le habían abandonado, ninguna de las tres artes le pertenecía ya: ni el ayunar, ni el esperar, ni el pensar. ¡Las había trocado por lo más miserable y más pasajero, por los deleites de los sentidos, el bienestar físico, las riquezas! Realmente le había sucedido algo extraño. Y ahora parecía que de nuevo se había convertido en un ser humano.

Siddharta reflexionó acerca de su situación. Le costó meditar; en el fondo no le apetecía, pero se obligó a sí mismo.

Pensó:
«Ahora que por fin han sucumbido todas las cosas pasajeras, ahora que vuelvo a estar bajo el sol, como cuando fui un chiquillo, me doy cuenta de que no sé nada, de que no soy capaz de nada, de que no he aprendido nada. ¡Qué raro es todo esto! ¡Ahora voy a empezar de nuevo, como un niño, a pesar de que ya no soy joven y que mis cabellos empiezan a encanecer -sonrió otra vez-. Sí, tu destino será muy singular.»

Siddharta se perdía, pero ahora volvía a encontrarse en este mundo y se veía vacío, desnudo e ignorante. Y sin embargo, no podía sentir pena por lo sucedido. No. Al contrario, tenía deseos de reír, de burlarse de sí mismo, de chancearse de todo ese mundo tan necio y tan absurdo.
«¡Estás en decadencia!», se acusó a sí mismo, y seguidamente echóse a reír.

Al pronunciar estas palabras, miró al río, que también se deslizaba por una pendiente, siempre hacia abajo, sin dejar de estar alegre y de canturrear. Eso gustó a Siddharta que sonrió amablemente al río. ¿No era el mismo río en el que había querido ahogarse, hacía ya tiempo, quizás unos cien años? ¿O tal vez lo soñó?

Siddharta continuó meditando: «Realmente mi vida ha seguido un curso muy especial, dando muchos rodeos. De chiquillo sólo oía hablar de dioses y sacrificios. De mozo sólo me entretenía con ascetas, pensamientos, meditaciones, buscando a Brahma, venerando al eterno atman. Ya de joven seguía a los ascetas, viví en el bosque, sufrí calor y frío, aprendí a pasar hambre, aprendí a apagar mi cuerpo. Entonces la doctrina del gran buda me pareció una maravilla; sentí circular en mi interior todo el sabor de la unidad del mundo, como si se tratara de mi propia sangre. No obstante, tuve que alejarme del mismo buda y del gran saber. Me fui y aprendí el arte del amor con Kamala, el comercio con Kamaswami; amontoné dinero, malgasté, aprendí a contentar a mi estómago, a lisonjear a mis sentidos. He necesitado muchos años para perder mi espíritu, para olvidarme del pensar y la unidad.

«¿No parece que he precisado dar grandes rodeos para convertirme paulatinamente en un hombre, para dejar de ser filósofo y vivir como una persona vulgar?» Y, a pesar de todo, ha sido un buen camino, no ha muerto completamente el pájaro que se alberga en mi interior. Pero, ¡qué camino es ése! He tenido que sobrevivir a tanta ignorancia, vicio, error, asco y desengaño, tan sólo para volver a ser un hombre que no piensa, como los niños, y así, poder empezar de nuevo. No obstante, todo ha ido bien, mi corazón se alegra, mis ojos ríen. He tenido que sufrir con desesperación, me he visto obligado a rebajarme hasta la idea más necia, la del suicidio, para poder recibir la gracia de sentir el Om, para volver a dormir bien y a despertarme mejor. Tuve que convertirme en un ignorante para poder encontrar al atman en mi interior. He tenido que pecar para volver a resucitar.

«¿Hacia dónde me seguirá llevando este camino? Mi sendero sigue un itinerario absurdo, da rodeos, y quizá también vueltas. ¡Que siga por donde quiera! ¡Yo lo seguiré!»

Sintió en su pecho una alegría maravillosa.

«¿De dónde sale esa alegría tan grande? -preguntó a su corazón-. ¿Acaso te viene de ese largo sueño, que tanto bien te hizo?

¿O proviene de la palabra Om, que pronuncié? ¿O acaso es porque he conseguido escapar, he logrado la fuga y por fin me encuentro otra vez libre, como un chiquillo bajo el cielo?

«¡Qué maravilla es poder huir, ser libre! ¡Qué aire más limpio y puro se respira aquí! ¡ Qué delicia aspirarlo! Allí, de donde escapé, todo olía a cremas, especias, vino, saciedad, ocio. ¡Cómo odiaba ese mundo de ricos, vividores y jugadores! ¡Cómo me aborrecía, me robaba, envenenaba, torturaba, envejecía y maldecía! ¡No, jamás creeré en mí, como antes, cuando me gustaba pensar que Siddharta era un sabio! Sin embargo, ahora sí que he obrado bien; ¡me gusta, puedo elogiar mi obra! ¡Ahora termina el odio contra mí mismo, contra esa vida necia y monótona! Te felicito, Siddharta, ya que después de tantos años de ocio has vuelto a tener una nueva idea, has obrado, has oído cantar al pájaro en tu pecho, ¡y le has seguido!»

De esta forma se elogió y se sintió satisfecho de sí mismo, a la vez que oía los rugidos del hambre en su estómago. Un retazo de pena, un mendrugo de miseria: eso era lo que ahora percibía; en los últimos días había apurado hasta el máximo y luego lo escupió todo; se sació hasta la desesperación y la muerte.

Así era mejor. Hubiera podido quedarse mucho más tiempo con Kamaswami, ganar dinero, malgastarlo, hinchar su barriga y dejar que su alma muriese de sed; habría podido vivir todavía mucho tiempo en aquel infierno suave y bien acolchado, si no le hubiera llegado el momento del desconsuelo total, de la desesperación. Fue aquel instante, cuando se balanceaba por encima de la corriente del agua, dispuesto a destruirse. Había sentido esa desesperación, esa profunda repugnancia, pero no se dejó vencer; el pájaro, la fuente y la voz de su interior continuaban con vida. Esa era su alegría, su risa; por eso brillaba su rostro bajo las canas.

«Es bueno -pensó- probar personalmente todo lo que hace falta aprender. Desde niño, desde mucho tiempo, sabía que los placeres mundanos y las riquezas no acarrean ningún bien; pero ahora lo he vivido. Y ahora lo sé, no sólo porque me lo enseñaron, sino porque lo han visto mis ojos, mi corazón, mi estómago. ¡Qué bello es saberlo!»

Mucho tiempo permaneció meditando acerca del cambio que se había producido en su ser.

Escuchó al pájaro que trinaba alegre. ¿No había muerto el pájaro en su interior, no había sufrido su muerte? No; en Siddharta había muerto algo muy distinto, que desde hacía tiempo deseaba sucumbir. ¿No era lo mismo que en sus ardientes años de asceta había querido apagar? ¿No era su yo, el yo pequeño, temeroso, orgulloso, con que había luchado durante tantos días, el que siempre le vencía, el que después de cada penitencia, volvía a surgir, y le quitaba la alegría, y le daba temor? ¿Acaso no era eso lo que por fin hoy había encontrado la muerte, allí en el bosque, junto a ese río idílico? ¿No era esa muerte por lo que Siddharta había vuelto a ser un niño, y sintió confianza, alegría y temeridad?

Ahora también comprendió por qué había luchado inútilmente contra ese yo, mientras era brahmán o asceta. ¡Se lo había impedido el exceso de sabiduría, de versos sagrados, de reglas para sacrificios, de mortificaciones, la excesiva ambición! Con arrogancia, siempre había sido el primero, el más inteligente, el más sabio, el más diligente; siempre se encontraba un paso más delante de los demás compañeros, sabios, sacerdotes o eruditos. Su yo se había escondido en ese sacerdocio, en aquella erudición e intelectualidad; estaba allí y crecía, mientras Siddharta creía apagarlo con ayunos y penitencias. Ahora se daba cuenta y observaba que la voz secreta tenía razón: ningún profesor se lo hubiera podido reprimir jamás.

Por ello tuvo que lanzarse al mundo, perderse entre los placeres y el poder, la mujer y el dinero; se había tenido que convertir en comerciante, jugador, bebedor, glotón, hasta que el brahmán y el samana de su interior se murieran. Por tal causa había tenido que soportar esos años monstruosos, ese hastío, vacío y absurdo de una vida monótona y perdida, hasta que por fin, como una desesperación, el vividor y el Siddharta ávido habían llegado a sucumbir. Muerto, un nuevo Siddharta había resucitado. También éste se volvería viejo, también tendría que morir algún día; Siddharta era transitorio, como pasajera es toda formación. Pero hoy se hallaba en plena forma, joven como un chiquillo, un nuevo Siddharta. Estaba lleno de alegría.

Meditaba todas estas ideas, escuchaba sonriente su estómago y agradecía el zumbido de una abeja. Miraba con alegría la corriente del río: jamás un agua le había gustado tanto, jamás había percibido la voz y el ejemplo de la corriente con tanta fuerza. Le parecía que ese río poseía algo especial, algo que aún desconocía, pero que le esperaba. En ese río se había querido ahogar Siddharta, y en él había sucumbido el Siddharta viejo, cansado, desesperado. Sin embargo, el nuevo Siddharta sentía por esa corriente un profundo amor que le obligaba a no abandonarla con prisas.

EL BARQUERO

«Junto a este río deseo quedarme -pensó Siddharta-. Es el mismo por el que un amable barquero me condujo al camino de los humanos, de los niños. Me dirigiré a su vivienda. Desde su choza me encaminó entonces hacia una nueva vida, que ahora ya está vieja y muerta. ¡Que mi nuevo camino también empiece desde allí.»

Observaba la corriente con cariño, su verde transparencia, sus ondas cristalinas, con dibujos llenos de misterio. Contempló las perlas claras que subían desde el fondo, las burbujas que flotaban en la superficie, el espejo del azul del cielo. El río también le miraba con sus mil ojos, verdes, blancos, ambarinos, celestes. ¡Cuánto amaba aquella corriente! ¡Cuántas cosas le agradecía! Desde el interior de su corazón escuchaba la voz que despertaba de nuevo y le decía: «Ama a este río! ¡Quédate con él! ¡Aprende de él!» ¡ Oh, sí! Siddharta quería aprender del río, deseaba escucharlo. Le parecía que el que comprendiera a esta corriente y sus secretos, también entendería muchas otras cosas, muchos secretos, todos los misterios.

Hoy únicamente podía conocer un secreto del río: el que se apoderó de su alma. Se daba cuenta de que el agua corría y corría, siempre se deslizaba y, sin embargo, siempre se encontraba allí, en todo momento. ¡Y no obstante, siempre era agua nueva! ¿Quién podía comprenderlo? Siddharta, no; tan sólo tenía una vislumbre, escuchaba un recuerdo lejano, unas voces divinas.

Siddharta se levantó. El rugido del hambre en el estómago se hacía insoportable. Mientras sufría, continuó su camino a lo largo de la ribera, contra la corriente, escuchando el rumor y los alaridos de su estómago.

Cuando llegó a la lancha de cruce, la halló dispuesta para la salida.

A su lado estaba el mismo barquero que había conducido al joven samana. Siddharta le reconoció al momento; también el barquero había envejecido mucho.

-¿Quieres pasarme? -preguntó.

El barquero se sorprendió al ver a un hombre tan distinguido viajar solo y a pie. Le acogió en su barca y abandonó la orilla.

-Has elegido una vida muy bella -declaró el viajero-. Debe de ser muy hermoso vivir junto a estas aguas y deslizarse por su superficie.

El remero se balanceó sonriente y repuso:

-Es hermoso, señor, como tú dices, ¿pero acaso no es bella la vida toda y todos los trabajos?
-Quizá. Pero yo envidio el tuyo.
-¡Oh! Pronto te cansarías. Esto no es para gentes elegantes.

Siddharta sonrió.
-Ya me miraste una vez por mis ropajes y además, con desconfianza. ¿No te gustaría aceptarlos, barquero, puesto que a mí me molestan? Debes saber que no tengo con qué pagarte.
-El señor bromea -dijo el barquero, festivo.
-No bromeo, amigo. Mira, ya una vez crucé en tu barca por el río, gracias a tu bondad. Hazlo también hoy y acepta mis vestidos como pago.
-¿Y el señor piensa seguir su viaje sin vestidos?
-Lo que me gustaría es no proseguir el viaje. Lo que más me apetecería, barquero, es que me dieras un delantal, y así podría quedarme como ayudante tuyo, o mejor, como tu aprendiz, pues primero debo aprender a llevar la barca.

Durante largo tiempo el barquero observó al forastero, como si buscara algo.
-Ahora te reconozco -manifestó por fin-. En otra ocasión dormiste en mi choza, hace mucho tiempo, quizá más de veinte años. Yo te llevé al otro lado del río y nos despedimos como buenos amigos. ¿No fuiste un samana? De tu nombre no me acuerdo.
-Me llamo Siddharta, y era un samana cuando me viste por última vez.
-Bienvenido seas, Siddharta. Yo me llamo Vasudeva. Espero que también hoy seas mi invitado, que duermas en mi choza y me cuentes de dónde vienes y por qué te molestan tus elegantes ropas.

Habían alcanzado el centro del río y Vasudeva tuvo que remar con más fuerza para ir contra la corriente. Su trabajo era tranquilo, y él bogaba con su mirada fija en la proa de la barca, con sus brazos curtidos.

Siddharta se hallaba sentado y le observaba; recordó entonces que ya en aquel su último día de samana, habíase despertado en su corazón el amor hacia aquel hombre. Agradecido aceptó la invitación de Vasudeva. Cuando llegaron a la orilla le ayudó a atar la barca en los postes; después el barquero le invitó a entrar en la cabaña y le ofreció pan y agua. Siddharta lo comió con gusto, como también los frutos del mango, que le ofreció el barquero.

Ya cerca del atardecer se sentaron los dos en un tronco de la orilla y Siddharta contó al barquero su origen y su vida, tal y como la había visto hoy en aquella hora de desesperación. El relato duró hasta altas horas de la noche.

Vasudeva escuchó con suma atención. Lo comprendió todo, el origen, la niñez, todo el aprendizaje, la búsqueda, la alegría y la miseria. Entre las muchas virtudes del barquero, destacaba la de saber escuchar como pocas personas. Sin decir palabras, Siddharta notó que Vasudeva asimilaba todas sus explicaciones, sosegado, abierto, esperando sin perder una sola palabra, sin impaciencias, sin críticas ni elogios: únicamente escuchaba.

Siddharta sintió la felicidad de confesarse a tal oyente, de hundir en su corazón su propia vida, la propia búsqueda, el propio sufrimiento.

Al finalizar el relato, sin embargo, cuando habló del árbol junto al río y de su profundo desfallecimiento, del sagrado Om y de cómo después del sueño se había sentido mucho mejor, el barquero escuchó con doble atención, totalmente entregado, con los ojos cerrados.

No obstante, Siddharta enmudeció, transcurrió un largo silencio hasta que Vasudeva empezó a decir:
-Es lo que yo me imaginaba. El río te ha hablado. También es amigo tuyo, también él te habla.
- Esa es una buena señal, muy buena. Quédate conmigo, Siddharta, amigo. Tenía una esposa, su cama está junto a la mía; pero ha muerto ya hace mucho tiempo, y vivo solo. Convive conmigo: hay sitio y comida para ambos.
-Te lo agradezco -declaró Siddharta-. Te lo agradezco y acepto. Y también te doy las gracias por haberme escuchado tan bien. Hay pocas personas que sepan escuchar, y no encontré a nadie que lo hiciera como tú. También quiero aprender esto de ti.
-Lo aprenderás -contestó Vasudeva-, pero no de mí. Yo lo aprendí del río, a ti también te lo enseñará. El río lo sabe todo y todo se puede aprender de él. Mira, ya te has enterado por el agua de que es necesario dirigirse hacia abajo, descender, buscar la profundidad. El rico y distinguido Siddharta se convierte en remero; el sabio brahmán Siddharta se convierte en barquero; también eso te lo ha enseñado el río. Progresarás asimismo con el resto.

Después de una larga pausa, preguntó Siddharta:
-¿Qué resto, Vasudeva?
-Se ha hecho tarde -contestó-. Vayamos a dormir. No te puedo decir yo el «resto», amigo. Ya lo sabrás, quizá ya lo has estudiado. Mira, yo no soy un sabio, y no sé hablar y tampoco pensar. Sólo sé escuchar y ser piadoso: no he aprendido otra cosa. Si lo supiera decir y enseñar, quizá fuera un sabio; así, sin embargo, sólo soy un barquero y mi deber es cruzar a la gente por este río. He cruzado a muchos, a miles, y para todos ellos mi río sólo ha sido un obstáculo en sus itinerarios.

Viajaban por dinero y negocios, iban a bodas y romerías; el río se interponía en su camino y el barquero estaba allí para pasarlos rápidamente sobre ese obstáculo. Pero para algunos entre miles, para muy pocos, el río dejaba de ser un obstáculo; ellos han oído su voz, la han escuchado, y el río se ha convertido para ellos en algo sagrado, igual que para mí. Y ahora vámonos a descansar, Siddharta.

Siddharta se quedó con el barquero y aprendió a manejar la barca; y si no tenía trabajo con la barca, ayudaba a Vasudeva en el campo de arroz, recogía la madera, cosechaba los frutos del bananero. Aprendió a construir un remo, y a reparar la embarcación, y a trenzar cestos. Estaba alegre por todo lo que aprendía y los días y los meses pasaban con rapidez.

Pero, más de lo que podía enseñarle Vasudeva, le instruía el río. De él aprendía continuamente.

Sobre todo le enseñó a escuchar, a atender con el corazón tranquilo, con el alma serena y abierta, sin pasión, sin deseo, sin juicio ni opinión.

Le gustaba vivir al lado de Vasudeva, y a veces cambiaba unas palabras, pocas, pero bien pensadas. Vasudeva no era amigo de palabras: pocas veces lograba hacerle hablar.

-¿También has aprendido tú -le preguntó una vez-, has aprendido del río el secreto de que no existe el tiempo?

El rostro de Vasudeva se iluminó con una radiante sonrisa.

-Sí, Siddharta -contestó-. ¿Quieres decir esto: que el río está en todas partes a la vez? ¿ En su fuente y en la desembocadura, en la cascada, en la balsa, en la catarata, en el mar, en la montaña, en todas partes a la vez? ¿Y que para él sólo existe el presente y desconoce la sombra del futuro?

-Eso es -repuso Siddharta-. Y cuando lo conocí, descubrí mi vida, que también era un niño, y el niño Siddharta, el hombre Siddharta, el viejo Siddharta sólo estaban separados por sombras, por nada real. Y tampoco los nacimientos anteriores de Siddharta eran pasado, ni su muerte y su renacimiento al Brahma han sido futuro. Nada fue, ni será; todo es, todo tiene esencia y presente.

Siddharta hablaba encantado: la inspiración le había producido una profunda felicidad. Mas, ¿no era tiempo todo el sufrimiento? ¿No era todo él temor y tortura, el tiempo? ¿No se superaba y alejaba todo lo difícil y hostil en el mundo si se superaba el tiempo, si se lo anulaba? Había hablado gozoso. Pero Vasudeva le sonrió con el rostro iluminado e hizo un gesto de afirmación. En silencio pasó su mano por el hombro de Siddharta y regresó a su trabajo.