Seguidores


Configure
- Back To Orginal +

lunes, noviembre 30

"MÁGICA FE" (J.J. Benítez)

EL CLUB

Jerusalén.
Mi querida hija:

Supongo que la aventura, a orillas del Jordán, te habrá sorprendido. Lo sé: tu padre, en el fondo, es un gran desconocido. Son tantos los secretos que guardo... Más aún, imagino que esta inesperada correspondencia llenará de asombro tu recién estrenada y luminosa juventud. No te alarmes. Como irás viendo, estas cartas obedecen a una poderosa razón. La más importante, me atrevo a decir, que un ser humano pueda poner en juego. Y te adelanto que no pretendo que la comprendas, y que me comprendas, al ciento por ciento. Me daré por satisfecho si, con la generosidad que distingue a los de vuestra edad, terminas de leer estas íntimas confesiones. Ojalá, algún día, hagas tuyo el tesoro que ahora pongo en tus manos. Porque de eso se trata: de regalarte lo más valioso que he sido capaz de hallar en estos casi cincuenta años de agitada existencia.

«Ahora es el momento», me he dicho, después de no pocas dudas. Ahora, cuando tú acabas de asomarte a la vida y yo intuyo que estoy doblando los últimos recodos del camino.

No me gusta la palabra «testamento». Suena a ruptura. Por tanto, si te parece, vamos a dejarlo en lo que realmente es: en la viva y cálida manifestación de alguien que te ama y que, simplemente, al observar cómo va aproximándose a la otra orilla, se ha visto asaltado por una inquietante pregunta: y yo, tras mi paso por este mundo, ¿qué puedo dejar a las personas que quiero?

¿Dinero? ¿Poder? ¿Fama?

Y replicarás, con razón, que eso es lo acostumbrado. Pues bien, después de años de reflexión, estoy y no estoy de acuerdo.

Es justo que los hijos hereden lo poco o mucho que los padres hayan acertado a reunir. Pero también te digo que esos bienes materiales terminan agotándose y, sobre todo, agotando a quien los poseen. Un ejemplo: cuando alguien no tiene dinero, alcanzarlo puede convertirse en un afilado dolor de cabeza, que va y viene según el viento de la ambición. Y si un día, al fin, lo consigue, descubrirá con desolación que el dolor de cabeza se ha hecho crónico.

Dicho de otra forma: ahora que estoy a tiempo quisiera dejaros un legado, herencia o testamento —llámalo como gustes— que no se agote. Que no provoque quebradero alguno. Que no te inquiete. Que te llene de paz. Que su posesión te enriquezca más allá de lo que jamás hayas imaginado. Un tesoro que, además, puedas transmitir —multiplicado si cabe— a todos aquellos que te rodeen en el futuro.

¿Y de qué demonios estoy hablando?

De algo, insisto, que no me atrevería siquiera a mencionar de no estar absolutamente seguro.

Han sido más de veinte años de continuas experiencias. De silenciosas y rigurosas comprobaciones. Sabes que soy un enfermo del dato y que difícilmente me pronuncio sobre lo que no conozco. Pues bien, después de ese largo y atormentado peregrinaje, he llegado a la firme conclusión de que LA PROVIDENCIA EXISTE.

Éste es el tesoro que pongo en tus manos. E imagino que habrás sonreído, entre burlona y compasiva. ¿Y eso es todo? ¿Es que mi padre ha perdido definitivamente la razón? Déjame que te vaya explicando.

No se trata, como puede parecer a primera vista, de comunicarte una idea más o menos poética. Todo el mundo lo ha oído en alguna oportunidad. El asunto es viejo. ALGUIEN, hace dos mil años, se cansó de repetirlo.

Lo que he descubierto —y tampoco es nuevo— va más allá de las ideas. Estoy hablando de una fuerza, de una presencia, de una realidad física (me gustaría ser un mago de la palabra para acertar con las expresiones) que está ahí. Que lo inunda todo. Un poder transparente como el viento que recibe diferentes nombres. Unos lo llaman Providencia. Otros lo simplifican en el término Dios. Los menos, con gran acierto, suelen referirse a ello con un concepto que, en realidad, es consecuencia de la existencia de esa Providencia: la FE. Y yo, en broma y en serio, me he quedado a medio camino entre lo uno y lo otro. Y, como bien sabes, suelo utilizar la expresión nave nodriza, sustituyendo así a Dios y a la Providencia (demasiado solemne) y a la casualidad (definitivamente blasfema).

Cuando alguien descubre, verifica y queda convencido de la autenticidad de este tesoro, su vida estalla en mil pedazos. Todo cambia. Los pensamientos y ambiciones habituales se agitan y la brújula del corazón termina orientándose hacia rumbos insospechados. Y el hombre o mujer que acepta esta sutil, invisible y poderosa presencia entra a formar parte —casi sin querer— del más asombroso club: el de los afortunados. Y no exagero, mi querida hija. A lo largo de estas improvisadas cartas intentaré demostrarte cómo las personas que disfrutan de esa FE, que creen en la Providencia o saben de la familiar nave nodriza, son radicalmente distintas. ¡Ojo!, no he dicho mejores ni peores. Sólo diferentes, que no es poco. Y son distintas porque —al ser conscientes de esa verdad y jugar a su juego— se convierten en individuos tolerantes, confiados, generosos, trabajadores, audaces y pacientes. Forman, en definitiva, un grupo de «triunfadores»... que no buscan el triunfo. Un grupo de «conquistadores» que va logrando la más difícil conquista: la del conocimiento de uno mismo. ¿No es ése un club de seres afortunados? ¿No es ésta una riqueza que merece la pena dejar en herencia?

Y aunque, poco a poco, iré desgranando cómo entiendo que actúa esa magnífica fuerza y cuáles son y cómo nos benefician sus mágicos dedos, permite que me detenga en un punto que conviene aclarar.

Al manejar conceptos como «fe», «Providencia», etc., no arrimo el ascua a la sardina de ninguna religión. Fui un hombre religioso. Cierto. Pero, un buen día, esa misma nave nodriza, que ahora simboliza mi gran tesoro, se ocupó de apartarme de lo que conocemos por iglesias. Y en solitario, confuso y aterrorizado, emprendí una durísima búsqueda personal. Un camino sin retorno.

Sé que parece un contrasentido. Al final —paradojas de esa, en ocasiones, incomprensible fuerza— fui a desembocar en la misma o parecida autopista por la que circulan millones de personas que, honrada y sinceramente, comulgan con los mensajes de las diferentes iglesias.

Te escribo, pues, desde una experiencia pura y absolutamente personal, ajena a dogmas, directrices o andamiajes eclesiásticos.

Es mi desnudo y atormentado corazón el que tienes frente a ti. Te cuento cómo, en definitiva, alguien alejado de rituales y creencias oficiales también puede experimentar, practicar y beneficiarse de la FE (con mayúsculas).

Ojalá, alguna vez, lo compruebes por ti misma. Entonces comprenderás que esa SEGURIDAD, esa CONFIANZA casi suicida, esa ACEPTACIÓN sin reservas de la prodigiosa INTELIGENCIA que nos envuelve y gobierna nada tienen que envidiar a la FE tradicional que enseñan en catecismos y púlpitos.

Es más, como irás viendo, en el fondo, muy probablemente, una y otra fe son en realidad la misma cosa. Lo curioso es que el Gran Relojero es capaz de hacer funcionar los relojes con o sin la maquinaria tradicional...

Y dicho esto, supongo que empezarás a entender o intuir el secreto de mi frío y sereno comportamiento en el campo de minas y, muy especialmente, la respuesta a Hayyim.

Besos y que la nave nodriza te siga bendiciendo.

EL SECRETO

Jerusálén.
Queridísima hija:

Creo saber lo que estás pensando: «Mi padre habla de una misteriosa fuerza. De una mano invisible que lo gobierna todo. Y rechaza la casualidad. Muy bien. Convénceme. Demuéstrame que ese maravilloso tesoro es algo real.»

Como me temía, te precipitas. Estas cartas, aunque estoy convencido de cuanto afirmo, no son, nunca serán, una imposición. No pretendo convencer. Hace mucho que aprendí a rechazar la compraventa de asuntos relacionados con la inteligencia y los sentimientos. Sólo expongo. Te ofrezco algo que, para mí y para otros antes que yo, se presenta como un precioso descubrimiento. Un hallazgo —y me parece que vuelvo a repetirme— que, eso sí, me gustaría pudieras hacer tuyo algún día.

Hay un punto, sin embargo, en el que reconozco que tienes razón. ¿Cuál es el truco, la fórmula o el secreto para, al menos, empezar a comprobar por uno mismo que LA PROVIDENCIA EXISTE?

Ya ves, sin querer, estoy metiéndome en honduras teológico-filosóficas. Tranquila. La aventura será breve.

Antes de revelarte el secreto, déjame que te cuente una historia. ¿Recuerdas las que os refería cuando érais unos niños?

Pues bien: «Había una vez dos hombres buenos que convivían en la misma casa, compartiendo igualmente el duro trabajo. En realidad, sus vidas eran muy parecidas: rezaban con idéntica devoción, luchaban con el mismo coraje, padecían infortunios muy similares...

»Ambos, en definitiva, creían en la Providencia.

»Pero, con los años, sólo uno conservó la fe. El otro, a pesar de sus oraciones, la fue perdiendo misteriosamente.

»Y un día, creyendo que Dios no era justo, preguntó a su amigo:

»—¿Cuál es tu secreto?

»Y el segundo hombre replicó:

»—Abrir los ojos.»

Supongo que habrás captado el truco. La verdad no está en lo que vemos, sino, precisamente, en lo que no vemos. Me explico. No es que la verdad sea invisible. Lo que sucede es que circulamos por la vida sin mirar o con el sentido común desenfocado.

Y termino el discurso. Teólogos y pensadores siguen discutiendo sobre el secreto de la fe. Casi todos aseguran que estamos frente a un misterio divino. Dicen que viene a ser como un regalo. La Providencia la reparte a capricho. Unos la tienen (la tenemos) y otros no.

Sinceramente, me niego a aceptarlo. Dios tiene fama de pillo pero, que le divierta esconderse, no quiere decir que sea un caprichoso. Muy al contrario. Una de sus debilidades es compartir. Y me pregunto y te pregunto, mi querida hija: si la gente que descubre el tesoro de la fe se convierte en afortunada, ¿por qué Dios iba a repartir ese premio gordo en plan lotero?

La posibilidad de creer, como los tréboles de cuatro hojas, no es un milagro. Están ahí. Son algo real. Sólo hace falta una condición para hallarlos: abrir los ojos. Es decir, detener la frenética carrera a ninguna parte y regalarnos un minuto para mirar, reflexionar y sacar conclusiones respecto a esas «extrañas cosas que ocurren todos los días».

Sé que esta teoría le quita pompa y solemnidad a la Providencia. Lo siento. Prefiero imaginar y sentir a Dios como alguien que comparte, que no sabe decir no, más que como un jugador de dados. Tengo la sospecha de que la Providencia —obliga¬da por la miopía humana— ha tenido que especializarse en segundas oportunidades. Observa los libros que forman la Biblia. Los asuntos importantes nunca cuajan a la primera.

Miopía. Ésta es la clave.

Y seguirás preguntándote: ¿Y por qué el ser humano no ve?

Creo haberlo mencionado. Las personas —si te fijas— corren, corren y corren. Pero, si las interrogas, no sabrán decirte por qué corren. Y empeñadas en esa absurda carrera a ninguna parte, no tienen tiempo para mirar. Y lo que es peor: pierden la ocasión de entrar a formar parte del club. Pero, como te decía, Dios se ha hecho experto en segundas oportunidades...

Discúlpame. Tengo tantas cosas que comunicarte que he vuelto a perderme. ¿De qué te hablaba? Sí, del secreto para empezar a comprobar por uno mismo que la Providencia existe.

Dicho está: abrir los ojos. Levantar el pie del acelerador de la vida y, despacio, analizar y valorar esas extrañas cosas que nos ocurren todos los días. ¿En verdad obedecen a la casualidad? ¿Son algo fortuito o la consecuencia de un plan meticulosamente diseñado? Este obligado proceso de análisis —no voy a engañarte— es largo, tenso y, muchas veces, desesperante. Ya ves, yo he necesitado más de veinte años para, sencillamente, abrir la puerta y asomar la nariz. Y en esa pelea, con la lógica como el más rabioso enemigo, he llegado, incluso, a consultar a los expertos en matemáticas y computadoras. Y he sometido esas extrañas cosas que nos ocurren todos los días al veredicto imparcial del cálculo de probabilidad. Respuesta de la ciencia: imposible. Una mareante procesión de ceros demostraba —una y otra vez— que esas extrañas cosas que nos ocurren todos los días no están sujetas al azar. Son ilógicas e incomprensibles desde el prisma científico.

Entonces, al igual que un corcho, muy lentamente, fui ascendiendo hacia una superficie que jamás pude imaginar. Una superficie que, en realidad, es el principio de otro universo.

Y una de mis primeras y viscerales reacciones fue apartar del vocabulario una vergonzante palabra: «casualidad».

No sé quién la inventó. Seguramente, alguien que conoció la verdad y, asustado o sabedor del diabólico dominio que podía ejercer si camuflaba el hallazgo, cambió los papeles. Y la socorrida expresión «Qué casualidad!» terminaría convirtiéndose en la mayor estafa de la Historia.

¿Té has parado a pensar cuántas veces al día invocamos la irritante blasfemia? Y digo bien: blasfemia. Es decir, insulto a la inteligencia humana. Que no comprendamos, que no seamos capaces de abrir los ojos o de resolver el secreto de las cosas no nos autoriza a proclamarnos tontos de capirote. El término «casualidad» —cada vez que lo manejamos— significa eso: una piedra contra nuestro propio tejado.

Recibe un millón de besos. Y que la nave nodriza te siga protegiendo.

ESAS «EXTRAÑAS COSAS»

Jerusalén.
Mi querida niña:

En este, un poco loco y atropellado, intento de contagiarte mi tesoro notarás que abuso de algunas expresiones. Por ejemplo: «Esas extrañas cosas que nos ocurren todos los días.» Es un defecto muy propio y comprensible en aquellos que estamos convencidos de algo. Disculpa, una vez más, a este viejo luchador.

De todas formas, a la vista de las asombrosas circunstancias que rodearon mi primer encuentro con Hayyim, y conforme vayas sabiendo de otras anécdotas, tendrás que reconocer que hay motivos para insistir.

Este capítulo —el de las «extrañas cosas»—, además de cerrar el círculo de lo que trato de comunicarte, se presenta como el más cercano y fácil de tocar con las manos. Como recordarás, y aprovecho para refrescarte la memoria, la «película» que deseo que «veas» consta, digámoslo así, de tres bloques principales:

1. La Providencia existe y actúa físicamente.
2. Descubrirlo es cuestión de «vista».
3. Son esas extrañas cosas que nos ocurren todos los días el mejor laboratorio donde comprobarlo.

Así de simple y fascinante.

Y te recomiendo que investigues el capítulo de las «extrañas cosas», porque, como irás viendo, son el pan nuestro de cada día. De las otras, las anécdotas extrañas, olvídate por el momento.

¿Qué quiero decir? Sencillísimo: por lo que llevo aprendiendo, deduzco que la Providencia dedica más horas a los asuntos domésticos y de poca monta que a las situaciones límite o de vida o muerte.

¿Chocante?

Todos tenemos la equivocada idea de que la Providencia es un artículo de lujo. Algo así como un teléfono secreto, que sólo aparece en las agendas de los privilegiados de siempre. Naranjas de la China. Tu padre, que es un descarado, está convencido de que Dios practica más la imaginación que la inteligencia. Probablemente porque El sabe que lo sencillo es lo más difícil de imaginar. Por eso —digo yo— trabaja tanto y tan bien los detalles, las menudencias y lo simple. Por eso —perdo¬na la irreverencia— le chifla rebozarse en lo cotidiano. Por eso insisto en que examines con lupa esas extrañas cosas que nos ocurren todos los días. Dios, mi querida niña, es muy casero. Raras veces lo verás presumiendo de medallas (que las tiene). Ni siquiera cuando el estúpido ser humano le pisa la cola, exigiendo milagros.

Ahí, en suma, se halla el filón. Ahí, en las supuestas pequeñeces, es donde debes esforzarte en abrir los ojos. Ahí, a poco que espabiles, te encontrarás con el escalofrío. Será entonces, al indagar en esas extrañas cosas, cuando notarás la magia, el aire fresco y bienhechor de tan poderosa fuerza.

Y termino. A la luz de estos fogonazos, seguramente caerás en la cuenta de esa legión de rarísimos pequeños (?) sucesos que has protagonizado y que, no lo dudes, continuarás viviendo.

¿Recuerdas ahora aquella inesperada noticia que te abrió los ojos y te obligó a romper con el chico con el que salías? Al final lo agradeciste.

¿Recuerdas aquel, aparentemente, tonto e inoportuno accidente que te empujó a modificar una serie de importantísimos planes? Al final, la gran beneficiada fuiste tú.

Quizá, a partir de ahora, intuyas que la lectura de este o de aquel otro libro no puede ser calificada con esa lamentable palabreja, que tanto nos desprestigia: casualidad.

Pero no me condenes a seguir con la interminable lista. Eso pertenece a la intimidad de cada cual. Y aunque haré un esfuerzo, trasteando en mi pésima memoria para brindarte un puñado de esas inquietantes anécdotas, que espero vayan iluminándote, preferiría que el peso de la investigación fuera asunto tuyo. Ya me contarás.

Recibe un millón de besos. Creo que sabes cuánto te quiero.