
"Almustafa, el elegido, el bienamado, aurora de su propio día, había aguardado durante doce años en la ciudad de Orfalís el regreso del barco que debía devolverle a la isla que le vio nacer.
Y en el duodécimo año, el séptimo día de Ailul, mes de las cosechas, subió a la colina que se alzaba junto a los muros de la ciudad, y miró el mar: y divisó su barco surgiendo entre la bruma.
Se abrieron entonces de par en par las puertas de su corazón, y dejó volar su júbilo sobre el mar, a lo lejos. Y cerrando los ojos, meditó en el silencio de su alma.
Pero cuando bajaba de la colina una honda tristeza se apoderó de él y pensó en su corazón: “¿Cómo podré marcharme en paz y sin pensar?... No… No podré abandonar esta ciudad sin un desgarrón en mi alma.
Muchos han sido los días de dolor que pasé entre sus muros y largas las noches de soledad infinita… ¿Quién puede separarse sin pena de su dolor y su soledad?
Muchos fragmentos de espíritu he derramado yo en estas calles, y muchos son los hijos de mis anhelos que caminan desnudos entre estas colinas: ¿cómo alejarme de ellos sin agobio y sin aflicción?
No es una túnica lo que hoy me quito, es una piel lo que desgarro con mis propias manos.
Ni es un corazón suavizado por el hambre y por la sed.
Pero más no puedo detenerme.
El mar, que llama todo hacia su seno, me llama ahora a mí, y debo embarcarme.
Porque quedarse aquí, aunque las horas ardan en la noche, es helarse, cristalizarse, quedar preso en un molde.
Gustoso llevaría conmigo todo cuanto hay aquí, pero ¿cómo llevármelo?
Una voz no puede llevarse consigo la lengua y los labios que le prestaron alas. Una voz debe buscar el éter. Y sola, sin su nido, volará el águila desafiando al sol.
Cuando hubo llegado al pie de la colina, miró de nuevo al mar, vio su barco acercándose a puerto, y en la proa marineros, hombres de su propia tierra.
Y su alma desde el fondo les gritó:
“Hijos de mi antigua madre, jinetes de las mareas: ¡cuán a menudo habéis surcado mis sueños!
Y ahora venís en mi despertar, que es mi más profundo sueño.
Dispuesto estoy a partir, y mi impaciencia, con las velas desplegadas, sólo aguarda el viento.
Una vez más, la última, aspiraré una bocanada de este aire quieto, sólo una vez más miraré hacia atrás amorosamente.
Y luego estaré entre vosotros, navegante entre los navegantes.
Y tú, ancha mar, madre sin sueño, la única que eres paz y libertad para el arroyo y el río.
Permite un meandro más a esta corriente, un murmullo más a esta cañada; y luego iré a tu encuentro, como gota infinitesimal en un océano sin límites”.
Y mientras caminaba veía a lo lejos a los hombres y mujeres dejar atrás sus campos y viñas y dirigirse presurosos hacia las puertas de la ciudad.
Y oyó sus voces que le llamaban por su nombre, y que a gritos, de un campo a otro, se participaban de la llegada del barco.
Y se dijo a sí mismo:
“¿Será acaso el día de la partida el del encuentro?
¿Será mi crepúsculo en realidad mi aurora?
¿Y qué ofreceré yo a quien dejó su arado en la mitad del surco, o a quien detuvo la rueda de su lagar?
¿Se convertirá mi corazón en un árbol cargado de frutos que yo pueda recoger para regalárselos?
¿Manarán mis deseos como una fuente para que yo llene sus copas?
¿Seré un arpa bajo los dedos del Poderoso, o una flauta por la que fluya su aliento?
Buscador de silencios: eso es lo que soy; mas, ¿he hallado acaso en los silencios un tesoro que pueda ofrecer sin desconfianza?
Si es éste mi día de cosecha, ¿en qué campos sembré la semilla, y en qué olvidas estaciones?
Si es ésta, en verdad, la hora en que debo levantar mi antorcha, no será mi llama la que arderá en ella.
Vacía y oscura alzaré mi antorcha.
Y el guardián de la noche la llenará de aceite y la encendera”.
En palabras dijo estas cosas. Pero en su corazón quedó mucho sin decir. Ni él mismo podía expresar su secreto más profundo.
Y cuando entró en la ciudad, toda la gente fue a su encuentro y a gritos le llamaban con su voz unánime.
Y los ancianos de la ciudad se acercaron y dijeron: “No nos abandones todavía. Fuiste un mediodía en nuestro crepúsculo y tu juventud nos ha enseñado a soñar. No eres extranjero entre nosotros; tampoco un huésped, sino nuestro hijo y nuestro bienamado.
Que no tengan que sufrir nuestros ojos hambre de tu rostro”.
Y los sacerdotes y las sacerdotisas le dijeron:
“No permitas que las olas del mar nos separen, ni que los años que viviste entre nosotros se conviertan en recuerdo.
Como espíritu han caminado entre nosotros, y tu sombra fue luz sobre nuestros rostros.
Mucho te hemos amado, mas nuestro amor no tuvo palabras, y estuvo cubierto con velos.
Más ahora clama en voz alta y se alza para revelarse ante ti.
Así ocurrió siempre: el amor no conoce su honda profundidad hasta el momento de la separación”.
Y otros vinieron también a suplicarle. Mas él no respondió. Sólo se limitó a inclinar la cabeza y quienes estaban a su lado vieron rodar lágrimas por su pecho.
Y él, y la gente con él, se dirigió hacia la gran plaza, frente al templo. Y del santuario salió una mujer llamada Almitra. Que era vidente. Y él la miró con inefable ternura, porque fue la primera que le buscó y creyó en él cuando apenas llevaba un día en la ciudad.
Y ella le saludó diciendo:
“Profeta de Dios, buscador de infinitos; mucho tiempo has horadado la distancia en busca de tu barco; ahora tu barco es llegado, y te urge el partir.
Honda es tu nostalgia por la tierra de tus recuerdos, por esa morada de tus mayores deseos. No te atará nuestro amor, no detendrán tu paso nuestras necesidades.
Mas antes de que nos dejes te rogamos que nos hables y nos des el don de tu verdad.
Nosotros se lo daremos a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros hijos, y así no perecerá.
En tu soledad ha sido el centinela de nuestros días, y en tu vigilia has oído el llanto y la risa de nuestro sueño.
Por eso ahora te pedimos que nos descubras a nosotros mismos, y nos digas cuanto te ha sido revelado sobre el nacimiento y la muerte.”.
Y él respondió:
“Pueblo de Orfalís, ¿de qué puedo hablaros sino de lo que en todo momento vibra en vuestras almas?”
Y Almitra dijo entonces; Háblanos del amor.
Y él alzó su cabeza, paseó su mirada entre la gente, y se produjo un silencio; entonces con voz fuerte, dijo:
Cuando el amor os llegue, seguidlo.
Aunque sus senderos sean arduos y penosos.
Y cuando os envuelva bajo sus alas, entregaos a él.
Aunque la espada escondida entre sus plumas os hiera.
Y cuando os hable creed en él.
Aunque su voz sacuda vuestros sueños como hace el viento del norte, que arrasa los jardines.
Porque al igual que el amor os regala, así os crucifica.
Porque así como os hace prosperar, así os siega.
Así como se remonta a lo más alto y acaricia vuestras ramas más delicadas que tiemblan al sol, así descenderá hasta vuestras raíces y las sacudirá desarraigándolas de tierra.
Como a mazorcas de maíz os recogerá.
Os desgranará hasta dejaros desnudos.
Os cernerá hasta libraros de vuestro pellejo.
Os molerá hasta conseguir la indeleble blancura.
Os amasará para que lo dócil y lo flexible brote de vuestra dureza.
Y os destinará al fuego sagrado para que podáis convertiros en el sagrado pan para el sagrado festín de Dios.
Todo esto hará el amor con vosotros, para que conozcáis los secretos de vuestro propio corazón y así lleguéis a convertiros en un fragmento del corazón de la Vida.
Mas si vuestro miedo os hace buscar sólo la paz y el placer del amor, entonces mejor sería que cubriérais vuestra desnudez y os alajárais de sus umbrales hacia un mundo sin estaciones, donde reiréis, pero no con toda vuestra risa; donde lloraréis, pero no con todas vuestras lágrimas.
El amor no da sino a sí mismo, y nada toma sino de sí mismo.
El amor no posee ni quiere ser poseído.
Porque el amor se basta en el amor.
Cuando améis, no digáis: “Dios está en mi corazón”, sino “Estoy en el corazón de Dios”.
Y no creáis que podréis dirigir el curso del amor; será él quien si os halla dignos dirigirá vuestro curso.
El amor no tiene más deseo que realizarse.
Mas si amáis y no podéis evitar tener deseos, que vuestros deseos sean éstos:
Fluir y ser como el arroyo que murmura su melodía en la noche.
Conocer el dolor de la excesiva ternura.
Caer heridos por vuestro propio conocimiento del amor, y sangrar plena y alegremente.
Despertar al alba con un corazón alado y dar las gracias por otro día más de amor.
Reposar al mediodía y meditar sobre el éxtasis amoroso.
Volver al hogar cuando la tarde cae, volver agradecidos.
Y dormir luego con una plegaria por el ser amado en vuestro corazón y con una canción de alabanza en vuestros labios”.